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Gozar Leyendo #217

Rüdiger Safranski, Sobre el tiempo (Katz)

 

Rüdiger Safranski (Rottweil, Alemania, 1945) es conocido por las biografías de escritores alemanes, principalmente filósofos: Schiller, Hölderlin, Goethe, Nietzsche, Schopenhauer, Heidegger, entre otros…, todas excelentes, todas presididas por los principios de la claridad, de la coherencia, todas deliciosas de leer. Es, también, autor del quizás mejor libro sobre el inicio del romanticismo (y que aún continúa casi tres siglos después, sospecho): Romanticismo. Una odisea del espíritu alemán. Cuando, en una entrevista que cierra este libro, Sobre el tiempo, Daniel Gamper Sachse le preguntó a Safranski si era “un divulgador, un popularizador de la filosofía”, esto contestó: “¿que si popularizo? Se podría, sin duda, tener esta sospecha, si se atiende al hecho de que mis libros en ocasiones llegan a ser incluso éxitos de ventas. Pero desde mi perspectiva, no tengo la sensación de popularizar, sino que, en primer lugar, escribo con voluntad de estilo y buscando el placer en el estilo. Mi axioma es: una idea que no se puede expresar bien o incluso bellamente no es una idea correcta o no merece ser publicada (…). El mal estilo forma parte para mí de la contaminación espiritual del medio ambiente (…). Para mí el estilo es un criterio de verdad, también en la filosofía”.

 

Con ese criterio, Safranski aborda el asunto del tiempo en la conferencia que se publica en este libro. Y comienza con la famosa frase de Agustín de Hipona: “¿Qué es el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé; pero si alguien me pregunta por su naturaleza e intento explicársela, no sé hacerlo”. Pasa por varias definiciones que, más que tales, son abordamientos laterales del asunto, no hay de otra, el pasado no existe, el futuro no existe y hay un presente inasible, que equivale al “tiempo real, que nosotros experimentamos como un flujo irreversible, un tiempo que en cada caso acontece ‘ahora’. Ese tiempo es el vivido. Está siempre presente, es presente como recuerdo presente, como presente en el ahora y como expectación presente”.

 

Entonces Safranski como que se detiene estupefacto: “Pero, ¿qué es el tiempo mismo? (…) el ‘tiempo’ es aquello que miden los relojes”. Y, con esta respuesta que no es respuesta, se mete en otro asunto gordo, “¿qué miden los relojes?”, al que responde mencionando “un patrón de movimiento al que la sociedad se atiene unitariamente (…). Antes se usaban para ese fin los movimientos de la naturaleza, el movimiento de las estrellas o el sol (…). Más tarde se comenzaron a construir relojes mecánicos. En principio, siempre está en juego el mismo procedimiento: con la ayuda del curso regular de un movimiento se miden los transcursos menos regulares. A partir de ahí las unidades practicables de medición se establecen en forma socialmente vinculante”.

Ahora que tanto se habla de inteligencia artificial en la que el peligro está en que las máquinas piensan por uno y nos gobiernan, interrumpe para mencionar el más ilustre y más antiguo ejemplo de inteligencia de la máquina regulando las conductas humanas. El reloj. “El reloj no es sólo un psíquico, es sobre todo un objeto social; podría decirse que es un instrumento para la socialización del tiempo; coordina los puntos de referencia temporales en el engranaje social, primero en el marco local y luego en el ámbito global y cósmico”.

 

Ahí es cuando cita a Lewis Mumford: “el reloj y no la máquina de vapor, es la máquina decisiva para la moderna época industrial”.

 

Lo que sucedió fue: “se legó a una transformación completa del tiempo vivencial en el tiempo de las máquinas”. De este modo, “el tiempo público de los relojes, que regula el tráfico y el trabajo, se interioriza como conciencia subjetiva del tiempo” y “el tiempo socializado –el tiempo de los relojes y de la puntualidad– nos habla siempre normativamente: los relojes no se limitan a indicar la hora que tenemos, sino que actúan como dirección de conducta”. “Como se vive un régimen regulado por los relojes, surge la idea de la escasez de tiempo”. Para los presbiterianos norteamericanos, por ejemplo, la pérdida de tiempo “era considerada como ‘el primer pecado y, en principio, como el más grave de todos’”.

 

Para Marx, “toda economía en definitiva se ha convertido en una economía del tiempo”. Esto, principalmente con dos fenómenos. El primero, que “se procura que se abrevie el tiempo de vida de los productos (…). La producción no solo deja atrás lo que en ella es pasado, a saber, los desechos, sino que también lo empuja hacia adelante. Nuestro pasado, sus desechos, es también nuestro futuro, que nos grava. La producción de hoy es el desecho de mañana, que debemos evacuar”.

 

El segundo fenómeno es que, al sistema de créditos de dinero que existía desde antes y que se incrementó con el capitalismo industrial, se añadió el “capitalismo del dinero prestado (…). Se produce una inversión del pasado al futuro. El sistema se alimenta con créditos que no se basan en una creación de valor ya producida en el pasado, sino en una revalorización esperada en el futuro. Se apuesta por una creación de valor en el futuro, que se usa ya ahora para fines especulativos. Los ‘productos financieros en circulación’, que en la crisis reciente casi han llevado al desmoronamiento del sistema económico, no eran productos reales, no se debían a una creación de valor: eran fantasmas proyectados por las expectativas especulativas de ganancia. En las especulaciones se explota el futuro, en el juego, lo apostamos (…). La actitud del ‘consume ahora y paga después’ se apoderó de todos los ciudadanos y posibilitó un enorme mercado de crédito en el que los actores podían ganar dinero a partir de dinero que no les pertenecía, y que quizá no existía”.

 

En nuestro tiempo, se hace más evidente, y más determinante, la existencia de varios tiempos. Ante lo que pasa, “la política tiene que limitarse a seguir los acontecimientos con la vista, pues no es suficientemente rápida. Resulta cada vez más difícil apuntalar un marco estable para la actividad económica y los procesos sociales (…). En verdad, habría que salir al paso de la aceleración universal de la producción, el consumo y la economía financiera con una desaceleración consciente, con relentización y duración. Pero las fuerzas de la aceleración son así de poderosas porque van unidas también con otra tendencia fundamental de la modernidad, a saber, la revolución de los medios técnicos de comunicación. Podemos participar en acontecimientos de cualquier parte del mundo en tiempo real (…) en la experiencia de los medios surge esa impresión de aceleración tan solo porque crece el número de episodios vivenciales por unidad de tiempo (…) conocemos todos la paradoja de la televisión: después de una tarde ante el televisor olvidamos inmediatamente lo que acabamos de ver; se nos ha ido. De allí surge la impresión de ‘estar parados a toda velocidad’”.

 

“También la naturaleza, que incluimos en nuestra vorágine de gasto y agotamiento es arrastrada hacia esta aceleración. Refirámonos en concreto a las reservas de energía. Son tiempo materializado, pues en forma de fósiles se han formado materias a lo largo de millones de años. Y la acelerada sociedad industrial las gasta en un tiempo muy breve (…). Se gastan los tesoros acumulados en el pasado y el futuro es gravado con los productos de desecho. Desde esta perspectiva se puede hablar de ‘un ataque del presente al resto del tiempo’”.

 

Estas aceleraciones, este vértigo del tiempo no ha hecho perder el tiempo humano. Dijo Nietzsche: “por falta de sosiego nuestra civilización se precipita hacia una nueva barbarie”. Y continúa… “entre las correcciones necesarias que hay que llevar a cabo en el carácter de la humanidad está la de fortalecer en mayor medida el elemento contemplativo”.

Gozar Leyendo # 218

Walter Isaacson, Leonardo da Vinci. La biografía (Debolsillo)

 

Walter Isaacson (Nueva Orleans, Estados Unidos, 1952), incluido en la lista Time entre los cien personajes más influyentes del mundo, es autor de varias biografías: Benjamin Franklin, Henry Kissinger, Steve Jobs, Albert Einstein y la de Leonardo da Vinci, que tradujo al castellano Jordi Ainaud i Escudero.

 

Isaacson se valió principalmente de los cuadernos de Leonardo, más de siete mil doscientas páginas de notas y garabatos: Da Vinci “llenó cada centímetro de sus páginas con dibujos de diferente factura y con notas mediante escritura especular, que parecen dispersas pero que nos permiten seguir sus procesos mentales (…). Cálculos matemáticos, bosquejos de un joven amigo de aspecto diabólico, pájaros, máquinas que vuelan, accesorios teatrales, remolinos de agua, válvulas cardiacas, cabezas grotescas, ángeles, sifones, tallos de plantas, cráneos seccionados, consejos para pintores, notas sobre el ojo y sobre la óptica, armas de guerra, fábulas, adivinanzas y estudios para pinturas. Los cuadernos de Leonardo constituyen el mayor registro de la curiosidad humana jamás creado, una maravillosa guía para entender a la persona a la que el eminente historiador del arte Kenneth Clark describió como ‘el hombre más implacablemente curioso de la historia’”.

 

“Leonardo era zurdo, escribía de derecha a izquierda (…). [Sus páginas] ‘No deben leerse sino con un espejo’ precisó Vasari sobre ellas. Hay quien especula con que Leonardo adoptó esta clase de escritura como un código para mantener sus escritos en secreto, pero no parece cierto: se pueden leer, con o sin espejo. Leonardo escribía así porque al emplear la mano izquierda, podía desplazarla en esa dirección sin emborronar la página”.

 

 

“A menudo parecía estar a la defensiva por ser ‘hombre sin letras’, como, no sin cierta ironía, decía de sí mismo. Sin embargo, también se enorgullecía de que su falta de educación formal lo hubiera convertido en un discípulo de la experiencia y del experimentar”. Al respecto quedan constancias como ésta de sus cuadernos: “dirán que, al no haber aprendido en libros, no soy capaz de expresar lo que quiero tratar, pero no se dan cuenta de que la exposición de mis temas exige experiencia más bien que palabras ajenas”.

 

“Su falta de veneración hacia la autoridad y su voluntad de desafiar las ideas recibidas le llevarían a elaborar un enfoque empírico para comprender la naturaleza que prefiguró el método científico desarrollado un siglo más adelante por Bacon y Galileo. Su método se basaba en la experimentación, en la curiosidad y en la capacidad de asombro ante fenómenos sobre los cuales en muy raras ocasiones nos paramos a reflexionar”. Al respecto, Isaacson cita al historiador Fritjof Capra: “se suele considerar a Galileo, nacido ciento doce años después de Leonardo, el primero en desarrollar este tipo de empirismo riguroso y, a menudo, es aclamado como el padre de la ciencia moderna. No cabe ninguna duda de que tal honor habría correspondido a Leonardo da Vinci si este hubiera publicado sus escritos científicos en vida o si sus cuadernos hubieran sido ampliamente divulgados poco después de su muerte”.

 

Cuando, antes de los treinta, Leonardo quiso emigrar de Florencia a Milán, escribió una hoja de vida en la que contaba lo que podía hacer. “En los diez primeros párrafos Leonardo se jactaba de sus habilidades en ingeniería, sin olvidar su capacidad para proyectar y diseñar puentes, canales, cañones, carros acorazados y edificios públicos. No fue hasta el undécimo párrafo, al final, que añadió que, además, era artista: ‘también puedo esculpir en mármol, bronce y yeso, así como pintar cualquier cosa tan bien como el mejor, sea quien sea’”.

 

Leonardo era hijo natural de un notario de Florencia y de una campesina de dieciséis años de la localidad de Vinci. Nació el 15 de abril de 1452. Creció en Vinci y llegó a Florencia adolescente. La ciudad tenía cuarenta mil habitantes y mandaban los más ricos, los Médicis.

 

“En abril de 1476, una semana antes de cumplir veinticuatro años, Leonardo fue acusado de incurrir en sodomía con un prostituto. Los acusados eran cuatro» y “la imputación habría podido dar pie a duras condenas si se hubieran presentado testigos dispuestos a corroborarla”, pero eso no ocurrió y la acusación fue archivada. “Leonardo se sentía atraído sentimental y sexualmente por los hombres y, a diferencia de Miguel Ángel, parecía llevarlo bien. No hacía ningún esfuerzo ni para ocultarlo, ni para proclamarlo”.

 

“En 1482, cuando cumplió los treinta, Leonardo da Vinci abandonó Florencia con destino a Milán, donde terminaría pasando los siguientes diecisiete años”. En ese momento, Milán tenía ciento veinticinco mil habitantes. Gobernaba Ludovico Sforza: “Despiadado pero pragmático, Ludovico revestía su calculada crueldad con ínfulas de buena educación, cultura y refinamiento”.

 

“Leonardo da Vinci hizo su entrada en la corte de Ludovico Sforza no en calidad de arquitecto o de ingeniero, sino como productor de espectáculos (…). En la producción de este tipo de montajes intervenían numerosos elementos, tanto artísticos como técnicos, y todos atraían a Leonardo: escenografía, vestuario, decorados, música, mecanismos escénicos, coreografías, alusiones alegóricas, autómatas y diversos artilugios”.

 

“Paolo Giovio, un contemporáneo que conoció a Leonardo en Milán, escribió: ‘era un experto y maravilloso inventor de toda clase de bellezas, sobre todo en el campo de las representaciones teatrales, y cantaba de forma magistral acompañándose con la lira. Cuando la tocaba con el arco deleitaba por ensalmo a todos los príncipes’”. “Leonardo se hizo famoso en Milán no solo por su talento, sino también por su buen físico, por su complexión atlética y por su elegancia personal. Vasari hablaba de ‘su belleza física que no puede celebrarse bastante, de sus movimientos, que tenían gracia infinita. Él, con el esplendor del aire suyo, levantaba cada espíritu triste’”.

 

Por fin, en 1489, Ludovico le hizo un encargo artístico a Leonardo: un monumento en memoria de su padre. “La idea consistía en que fuese una estatua ecuestre con un caballo y un jinete de bronce de un peso de setenta y cinco toneladas, que habría sido la mayor hasta la fecha (…), Leonardo se centró más en el caballo que en el jinete (…). Aunque se tratara de algo habitual en él, nos sigue maravillando su decisión de diseccionar un caballo antes de esculpirlo”. Dos años después, ya en 1491, decide lo siguiente: “la forma tradicional de fundir un gran monumento consistía en hacerlo por piezas”, moldes separados por piezas, uno para cabeza, otro para las patas y así, y después se ensamblaba. Pero Leonardo “decidió fundir su enorme caballo en un solo molde”, para lo cual tendría que construir un enorme horno. Andaba en esas especulaciones y sus derivadas, y dos años después, ya en 1493, escribe en sus cuadernos que “he decidido fundir el caballo sin la cola y de lado”, cuando llegado 1494 el rey de Francia invadió el norte de Italia y, entonces, “el bronce destinado al caballo fue enviado por Ludovico a su cuñado Heracles de Este a la ciudad de Ferrara, para fabricar” los cañones que necesitaría para la guerra. Comenta Isaacson que “el caballo de Leonardo se reunió con otras de sus obras maestras en el reino de los sueños incumplidos”.

 

Aquí entramos en el tema de los proyectos incumplidos, fantasma que persiguió a Leonardo toda su vida. Leonardo ronceaba. Leonardo dilataba la ejecución de sus tareas mientras averiguaba todo lo concerniente al tema. Todo es todo. Se iba por las ramas, profundizaba cada uno de los aspectos, cada una de las posibilidades. Fuera un cuadro, una escultura o algún proyecto ingenieril o arquitectónico. Al respecto anota Isaacson que “prefería la idea a su ejecución (…). Era un genio descontrolado por el esmero”. Y añade que las tareas resultaban abrumadoras “para alguien tan perfeccionista como él. Tal como indicó Vasari al hablar de las obras inacabadas de Leonardo el problema consistía en que las ideas eran ‘tan sutiles y tan maravillosas’ que eran imposibles de ejecutar sin defectos, ‘pareciéndole que con las manos, aunque ellas fueran muy excelentes, no sabría expresarlo nunca’. Según Lomazzo, otro de sus primeros biógrafos, ‘no terminaba ninguna de las obras que comenzaba porque era tan sublime su idea del arte que veía defectos hasta en cosas que a otros les parecían prodigios’”.

 

“De vez en cuando manifestaba su intención de organizar y de repasar sus cuadernos de notas con vistas a la publicación de alguna obra, pero su fracaso en ese sentido es un claro paralelo a su fracaso a la hora de terminar sus obras de arte. Como sucede con muchos de sus cuadros, Leonardo se aferraba a los tratados que redactaba, introducía en ellos retoques o los pulía de vez en cuando, pero sin llegar a verlos concluidos para el público”.

 

Como conté al iniciar esta reseña, la oferta de sus servicios presentaba la pintura como algo muy secundario; “el grueso de su oferta se basaba en su pretendida condición de experto en ingeniería militar (…). Esas presunciones eran puramente imaginarias. Leonardo no había participado nunca en una batalla, ni había fabricado ninguna de las armas que describió. Solo había realizado hasta entonces algunos sofisticados bosquejos de proyectos de armas, muchas de ellas más quiméricas que prácticas”. Además, “llenó páginas con ideas y pasajes para tratados sobre temas como el vuelo, el agua, la anatomía, el arte, los caballos, la mecánica y la geología. Casi lo único que falta son revelaciones o intimidades. No son las Confesiones de san Agustín, sino una crónica de la fascinación que el mundo exterior ejercía sobre un explorador de una incansable curiosidad”.

 

Leonardo “usaba el dibujo como una herramienta para pensar”. “Durante más de dos décadas, comenzando hacia 1490, Leonardo investigó, con insólita dedicación, el vuelo de las aves y la posibilidad de diseñar máquinas que permitieran a los humanos volar. Realizó más de quinientos dibujos y escribió treinta y cinco mil palabras repartidas en una docena de cuadernos sobre estos temas”. En cierto momento anota: “Un ave es un instrumento que actúa de acuerdo con las leyes matemáticas. El hombre tiene capacidad para reproducir este instrumento. Un hombre con alas grandes y debidamente sujeto podría vencer la resistencia del aire y, dominándolo, elevarse sobre él”.

 

Sin embargo: “A pesar de la belleza de su arte y del ingenio de sus diseños, no consiguió crear una máquina voladora humana autopropulsada, aunque para ser justos hay que reconocer que, pasados cinco siglos, nadie lo ha logrado”.

 

En 1489 comienza en sus cuadernos una serie de textos que él aspira a convertir algún día en un tratado de anatomía. Entre muchos, otro proyecto apenas soñado. Al comienzo hace una lista de asuntos al respecto, que quiere resolver: “¿qué nervio hace que los ojos se muevan de tal forma que el movimiento del uno se trasmita al otro?”. “De cómo se cierran los párpados. De cómo se arquean las cejas. De cómo se separan los labios con los dientes cerrados. De cómo los labios se mueven hasta cierto punto. De la risa. De la expresión de asombro (…). Qué es estornudar. Qué es bostezar…”.

 

Kenneth Clark detalla las actividades no pictóricas de Leonardo y se refiere a ellas así: “un día se ocupa del diseño de la sillería para el coro de la catedral; otro, intervenía como ingeniero militar en la guerra contra Venecia; y otro organizaba los preparativos de las fiestas con motivo de la entrada de Luis XII en Milán: esta diversidad de ocupaciones, indudablemente, era de su agrado; pero sus resultados fueron bastante pobres para la posteridad”. Isaacson lo justifica de esta manera: “si la posteridad se vio empobrecida debido al tiempo que Leonardo pasó entregado a sus pasiones, desde el teatro hasta la arquitectura, no parece menos cierto que, gracias a ellas, su vida fue más rica”.

 

Isaacson se refiere a algunas –pocas– pinturas que Leonardo terminó. Para empezar, La Virgen de las Rocas, La última cena, Santa Ana, la Virgen y el niño y algunos retratos. Entre estos, dedica algunos párrafos al retrato de la joven prometida, llamado también La bella princesa, descubierta en 1998 y sobre la que se aplicaron toda clase de recursos científicos para acreditarla como obra de Leonardo. En sus cuadernos, Leonardo dedica páginas y páginas al tema de la pintura. Para empezar, defiende que es un arte y no un mero oficio artesanal. En cierto momento se plantea hacer un tratado sobre la pintura, se extiende hablando de las sombras, de la perspectiva, de las leyes de la óptica. Fiel a su costumbre, nunca llega el día en que organice sus notas y publique su tratado.

 

Leonardo regresó a Florencia en 1500. Ludovico Sforza, el protector de Leonardo en Milán, era famoso por su crueldad. Y se decía que había envenenado a su sobrino para quedarse con su título de duque. “Sin embargo, Ludovico era un angelito en comparación con César Borgia, el nuevo mecenas de Leonardo. En todo lo que se considerara odioso, Borgia pasaba por ser el rey: asesinato, traición, incesto, libertinaje, violencia gratuita, traición y corrupción. Combinaba las ansias de poder de un tirano brutal con la sed de sangre de un psicópata”. Por primera vez en su vida, con Borgia, Leonardo ejerció el oficio de ingeniero militar. Leonardo duró hasta 1502 trabajando para Borgia.

 

En 1503 Leonardo, todavía en Florencia, recibió el encargo de pintar una batalla para la Sala del Gran Consejo de la Ciudad. Como siempre, abundan sus notas acerca de lo que va a hacer. También sobre el cómo, pues se niega a usar la técnica tradicional de la pintura mural. Al mismo tiempo, la ciudad le encarga una escultura a otro pintor florentino que acaba de regresar a la ciudad después de pasar varios años en Roma: Miguel Ángel. Se conocieron y no se entendieron. Miguel Ángel, de veinticinco años, veía como un enemigo a Leonardo, que entonces tenía cuarenta y ocho. Ah, otra cosa: Leonardo nunca terminó el mural de la Sala del Gran Consejo. En 1506 Leonardo decide irse de nuevo a Milán y el rey de Francia, que ya manda en Milán, lo nombra ‘pintor e ingeniero oficial’. Además le ayuda ante las autoridades florentinas que desean que regrese a terminar el mural de la batalla. En Milán se dedica al montaje de escenografías para las diversiones de la corte.

 

Entre 1508 y 1513 dedicó mucho tiempo al estudio de la anatomía. Hizo más de veinte disecciones de cadáveres, dibujó todo el interior del cuerpo humano. Estudió el corazón en detalle y dice Isaacson que “el mayor logro de Leonardo en sus investigaciones sobre el corazón, y en todos sus estudios de anatomía, fue el descubrimiento del modo en que funciona la vena aórtica”.

 

Además de la anatomía de las aves, de las máquinas de guerra, de la pintura misma, otro tema obsesivo de los cuadernos de Leonardo son los fluidos. Leonardo creía en las correspondencias entre el microcosmos humano y el macrocosmos planetario. Y un punto común entre ambos son los fluidos, la sangre en el uno, el agua en el otro. Y en lo relacionado con el agua, todo le interesaba.

 

En marzo de 1513 fue elegido papa un florentino, Juan de Médicis, que tomó el nombre de León X e invitó a Leonardo a instalarse en Roma. Seguía, como siempre, reticente al oficio de pintor. Un contemporáneo que conoció a Leonardo en Roma, Baldassare Castiglione, se refiere a él así: “uno de los dos mejores pintores del mundo que desprecia el arte en el que es único y que se ha puesto a estudiar filosofía”. Al parecer, el papa le hizo un encargo y luego se quejó: “este hombre jamás hará nada, pues comienza por pensar en el fin de la obra antes de comenzarla”. De esa época son un San Juan Bautista y una Anunciación.

 

Por supuesto, entre todas sus pinturas, merece capítulo aparte la Mona Lisa, que “comenzó a pintarla en 1503, cuando regresó a Florencia, después de estar al servicio de César Borgia. Sin embargo, no la había terminado cuando regresó a Milán en 1506. De hecho se la llevó y continuó trabajando en ella durante su segunda estancia ahí y, después, en sus tres años en Roma. Incluso la tendría en Francia en el último tramo de su itinerario vital; allí le añadiría pequeñas pinceladas y veladuras hasta 1517. A su muerte se encontraba en su estudio. (…). Lo que empezó como el retrato de la joven esposa de un comerciante de seda se convirtió en un intento de retratar las complejidades de las emociones humanas –inolvidable gracias a un atisbo de sonrisa enigmática– y de vincular nuestra naturaleza con la del universo. Los pasajes del alma de la modelo y del alma de la naturaleza se entrelazan”.

 

“Las investigaciones que constan en sus miles de páginas de cuadernos –sobre la incidencia de los rayos de luz en superficies curvas, disecciones de rostros humanos, cuerpos geométricos que se convierten en nuevas formas, cursos de agua turbulenta, las analogías entre la tierra y el cuerpo humano– le habían ayudado a comprender las sutilezas de la representación del movimiento y las emociones. ‘Su insaciable curiosidad, sus inquietos saltos de un tema a otro, se han armonizado en una sola obra’ –escribió Kenneth Clark sobre la Mona Lisa–. La ciencia, la habilidad pictórica, la obsesión por la naturaleza, la percepción psicológica: todo allí está, y de un modo tan equilibrado que, al principio, apenas nos percatamos de ello”.

 

Leonardo dejó Roma y se fue para Francia en el verano de 1516 “para unirse a la corte del rey que se convertiría en su último y más devoto mecenas (…). Francisco I estaba completamente enamorado de Leonardo, según el escultor Cellini: ‘le deleitaba tanto escucharle hablar que pocos eran los días del año en que se separaba de él, lo que fue uno de los motivos por los que Leonardo no logró llevar a término sus increíbles estudios’. Cellini pondría más tarde en boca de Francisco I la afirmación de que ‘no creía que hubiera nacido otro hombre en el mundo que supiera tanto como Leonardo, y no solo de escultura, pintura y arquitectura, sino porque era un grandísimo filósofo’”. Leonardo murió el 2 de mayo de 1519.

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DARÍO JARAMILLO AGUDELO