Rüdiger Safranski, Sobre el tiempo (Katz)
Rüdiger Safranski (Rottweil, Alemania, 1945) es conocido por las biografías de escritores alemanes, principalmente filósofos: Schiller, Hölderlin, Goethe, Nietzsche, Schopenhauer, Heidegger, entre otros…, todas excelentes, todas presididas por los principios de la claridad, de la coherencia, todas deliciosas de leer. Es, también, autor del quizás mejor libro sobre el inicio del romanticismo (y que aún continúa casi tres siglos después, sospecho): Romanticismo. Una odisea del espíritu alemán. Cuando, en una entrevista que cierra este libro, Sobre el tiempo, Daniel Gamper Sachse le preguntó a Safranski si era “un divulgador, un popularizador de la filosofía”, esto contestó: “¿que si popularizo? Se podría, sin duda, tener esta sospecha, si se atiende al hecho de que mis libros en ocasiones llegan a ser incluso éxitos de ventas. Pero desde mi perspectiva, no tengo la sensación de popularizar, sino que, en primer lugar, escribo con voluntad de estilo y buscando el placer en el estilo. Mi axioma es: una idea que no se puede expresar bien o incluso bellamente no es una idea correcta o no merece ser publicada (…). El mal estilo forma parte para mí de la contaminación espiritual del medio ambiente (…). Para mí el estilo es un criterio de verdad, también en la filosofía”.
Con ese criterio, Safranski aborda el asunto del tiempo en la conferencia que se publica en este libro. Y comienza con la famosa frase de Agustín de Hipona: “¿Qué es el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé; pero si alguien me pregunta por su naturaleza e intento explicársela, no sé hacerlo”. Pasa por varias definiciones que, más que tales, son abordamientos laterales del asunto, no hay de otra, el pasado no existe, el futuro no existe y hay un presente inasible, que equivale al “tiempo real, que nosotros experimentamos como un flujo irreversible, un tiempo que en cada caso acontece ‘ahora’. Ese tiempo es el vivido. Está siempre presente, es presente como recuerdo presente, como presente en el ahora y como expectación presente”.
Entonces Safranski como que se detiene estupefacto: “Pero, ¿qué es el tiempo mismo? (…) el ‘tiempo’ es aquello que miden los relojes”. Y, con esta respuesta que no es respuesta, se mete en otro asunto gordo, “¿qué miden los relojes?”, al que responde mencionando “un patrón de movimiento al que la sociedad se atiene unitariamente (…). Antes se usaban para ese fin los movimientos de la naturaleza, el movimiento de las estrellas o el sol (…). Más tarde se comenzaron a construir relojes mecánicos. En principio, siempre está en juego el mismo procedimiento: con la ayuda del curso regular de un movimiento se miden los transcursos menos regulares. A partir de ahí las unidades practicables de medición se establecen en forma socialmente vinculante”.
Ahora que tanto se habla de inteligencia artificial en la que el peligro está en que las máquinas piensan por uno y nos gobiernan, interrumpe para mencionar el más ilustre y más antiguo ejemplo de inteligencia de la máquina regulando las conductas humanas. El reloj. “El reloj no es sólo un psíquico, es sobre todo un objeto social; podría decirse que es un instrumento para la socialización del tiempo; coordina los puntos de referencia temporales en el engranaje social, primero en el marco local y luego en el ámbito global y cósmico”.
Ahí es cuando cita a Lewis Mumford: “el reloj y no la máquina de vapor, es la máquina decisiva para la moderna época industrial”.
Lo que sucedió fue: “se legó a una transformación completa del tiempo vivencial en el tiempo de las máquinas”. De este modo, “el tiempo público de los relojes, que regula el tráfico y el trabajo, se interioriza como conciencia subjetiva del tiempo” y “el tiempo socializado –el tiempo de los relojes y de la puntualidad– nos habla siempre normativamente: los relojes no se limitan a indicar la hora que tenemos, sino que actúan como dirección de conducta”. “Como se vive un régimen regulado por los relojes, surge la idea de la escasez de tiempo”. Para los presbiterianos norteamericanos, por ejemplo, la pérdida de tiempo “era considerada como ‘el primer pecado y, en principio, como el más grave de todos’”.
Para Marx, “toda economía en definitiva se ha convertido en una economía del tiempo”. Esto, principalmente con dos fenómenos. El primero, que “se procura que se abrevie el tiempo de vida de los productos (…). La producción no solo deja atrás lo que en ella es pasado, a saber, los desechos, sino que también lo empuja hacia adelante. Nuestro pasado, sus desechos, es también nuestro futuro, que nos grava. La producción de hoy es el desecho de mañana, que debemos evacuar”.
El segundo fenómeno es que, al sistema de créditos de dinero que existía desde antes y que se incrementó con el capitalismo industrial, se añadió el “capitalismo del dinero prestado (…). Se produce una inversión del pasado al futuro. El sistema se alimenta con créditos que no se basan en una creación de valor ya producida en el pasado, sino en una revalorización esperada en el futuro. Se apuesta por una creación de valor en el futuro, que se usa ya ahora para fines especulativos. Los ‘productos financieros en circulación’, que en la crisis reciente casi han llevado al desmoronamiento del sistema económico, no eran productos reales, no se debían a una creación de valor: eran fantasmas proyectados por las expectativas especulativas de ganancia. En las especulaciones se explota el futuro, en el juego, lo apostamos (…). La actitud del ‘consume ahora y paga después’ se apoderó de todos los ciudadanos y posibilitó un enorme mercado de crédito en el que los actores podían ganar dinero a partir de dinero que no les pertenecía, y que quizá no existía”.
En nuestro tiempo, se hace más evidente, y más determinante, la existencia de varios tiempos. Ante lo que pasa, “la política tiene que limitarse a seguir los acontecimientos con la vista, pues no es suficientemente rápida. Resulta cada vez más difícil apuntalar un marco estable para la actividad económica y los procesos sociales (…). En verdad, habría que salir al paso de la aceleración universal de la producción, el consumo y la economía financiera con una desaceleración consciente, con relentización y duración. Pero las fuerzas de la aceleración son así de poderosas porque van unidas también con otra tendencia fundamental de la modernidad, a saber, la revolución de los medios técnicos de comunicación. Podemos participar en acontecimientos de cualquier parte del mundo en tiempo real (…) en la experiencia de los medios surge esa impresión de aceleración tan solo porque crece el número de episodios vivenciales por unidad de tiempo (…) conocemos todos la paradoja de la televisión: después de una tarde ante el televisor olvidamos inmediatamente lo que acabamos de ver; se nos ha ido. De allí surge la impresión de ‘estar parados a toda velocidad’”.
“También la naturaleza, que incluimos en nuestra vorágine de gasto y agotamiento es arrastrada hacia esta aceleración. Refirámonos en concreto a las reservas de energía. Son tiempo materializado, pues en forma de fósiles se han formado materias a lo largo de millones de años. Y la acelerada sociedad industrial las gasta en un tiempo muy breve (…). Se gastan los tesoros acumulados en el pasado y el futuro es gravado con los productos de desecho. Desde esta perspectiva se puede hablar de ‘un ataque del presente al resto del tiempo’”.
Estas aceleraciones, este vértigo del tiempo no ha hecho perder el tiempo humano. Dijo Nietzsche: “por falta de sosiego nuestra civilización se precipita hacia una nueva barbarie”. Y continúa… “entre las correcciones necesarias que hay que llevar a cabo en el carácter de la humanidad está la de fortalecer en mayor medida el elemento contemplativo”.