Mayo-2018, primera quincena

Apuntes, d.j.a.

La tribu (Sexto Piso)de Carlos Manuel Álvarez.-

Lo principal aquí es la potencia de la prosa. Sabe conversarle a uno su prosa escrita, sabe que, aun sin la posibilidad de saber ciertos pintorescos cubanismos, uno se desliza por la agudeza de la mirada de esa prosa, por su ritmo, por sus temas. Carlos Manuel Álvarez nació en Matanzas en 1989 y se dio a conocer por Internet. Cuando el jurado de Bogotá 39 del año pasado hizo la primera ronda, Álvarez fue uno de los primeros indiscutibles, unánimes escogidos. Y este libro confirma a plenitud aquella primera y luminosa impresión: estamos ante un excelente escritor. Leer La tribu fue, más que nada, antes que nada, un gran placer: el gusto de leer una escritura. No sólo una mirada interesante, no sólo una historia bien contada; una escritura. Y, además, está Cuba. Así, Martín Caparrós destaca el valor de esta prosa. Y añade, como si no fuera tanto, con su ironía tan propia: está Cuba.


De todos los países que se nos parecen, el que tomó el camino más diferente durante los últimos sesenta años fue Cuba. Primero tuvieron una dictadura del proletariado. Y lo consiguieron. Sí: tuvieron una dictadura y todos terminaron siendo proletarios. Salvo una nomenclatura, todos son proletarios. Bueno, también hay otra salvedad, porque el magma de proletarios engendra por sí solo otro piso inferior, un subproletariado, un lumpen proletariado nunca nombrado hasta que aparece un tipo como Álvarez, producto de esa misma revolución, y les da voz a los habitantes del basurero de La Habana o hace el relato del viaje que han hecho tantos cubanos, de Ecuador a Estados Unidos, a través de tres chicos y una chica y lo que resulta es, de nuevo, lo más básico de la novela picaresca: miseria, dureza, estratagemas para sobrevivir con lo mínimo y, con lo cruel de la situación, un humor que nadie sabe de dónde sale pero que está ahí.

Hay dos párrafos de este libro que bien vale la pena ponerlos juntos. Uno habla de las metamorfosis de Fidel Castro. El otro, correlativo, habla de los cambios del hombre nuevo que pretendía crear la revolución.

El primero dice: Compremos la sinonimia que el poder nos ha vendido, Fidel es la revolución. Fidel es la Patria. Fidel es la nación. Miremos sus fotos de los sesenta: temerario, frondoso. Miremos sus fotos de los setenta: feroz, impulsivo, incluso exorbitante. Miremos sus fotos de los ochenta: severo, compacto. Miremos sus fotos de los noventa: redundante, terco, fatigoso. Miremos sus fotos de los dos mil: parlanchín, decrépito, desencajado. Hay en su recorrido físico la edad espiritual de un pueblo.

El segundo dice: Volvamos: los sesenta fueron los años del hombre nuevo. Los setenta, la supuesta consumación de ese supuesto hombre nuevo. Los ochenta, las primeras erosiones del hombre nuevo. Los noventa, el derrumbe abrupto, sísmico, del hombre nuevo. Los dos mil, el cadáver danzante del hombre nuevo. Y esta segunda década del veintiuno, el hombre que ya no importa si es nuevo o no, sino sólo que sea.

Hay un tercer párrafo que sintetiza las relaciones de Fidel con todos los hombres nuevos de Cuba: los sesenta fueron los años de justicia social. Los setenta de igualitarismo. Los ochenta, de reconocer que algunas cosas no eran tan pulcras como se pensaban. Los noventa, el derrumbe de la realidad y la admisión de que algunas cosas no sólo no eran tan pulcras, sino de que podían e iban a ser mucho más duras de lo que se esperaba. Los dos mil, un intento desesperado por arribar al comunismo. Y esta segunda década del veintiuno, otro intento de recomenzar el óleo.

Se pasó de la épica a la rutina, de la solemnidad a la vacuidad: no vacilamos en catalogar de suceso histórico a cualquier escaramuza o capricho del gobierno. (&) Llevamos tantos años desfilando por cualquier minucia, celebrando con pancartas y lemas cuantos aniversarios sean posibles, que ahora merecemos festejar a la inversa, el silencio como grito.

En La tribu predomina la crónica; precisando, veo el primer texto más bien como un ensayo interpretativo y el resto como crónicas donde hay perfiles como lo dice el inigualable Caparrós: donde la muerte de un músico le sirve para contar la música y sus saltos, la muerte de un enfermero para contar la salud y su tristeza, la muerte de un suicida para contar los miedos y sus padres, la muerte anunciada de un poeta para contar la historia. En concreto, de músicos, está el final de Juan Formell, fundador y director de los Van Van, que puso a bailar a todos los cubanos, aunque él no sabía bailar. O Ray Fernández, el Toulouse Lautrec de la trova cubana. El Buster Keaton de la canción intelectual. Un clown subversivo en el gremio de los poetas sesudos. Cuando lo escuchas en directo te entran ganas de comerte el mundo.

Lo de la salud es conmovedor. Allí, más que en nada, a pesar de que la confusión está en todo, allí, digo, sí que aparecen las verdades que son mentiras y las mentiras que son verdades: aquí hay una contradicción insalvable desde la militancia, pero desde la no militancia podría plantearse así. Los médicos cubanos salvan vidas en África y América Latina y esas vidas salvadas y esos médicos son utilizados por un régimen sin libertades civiles como carta de presentación, como embajadores políticos, como mano de obra barata, como cortina de humo que esconde el deterioro acelerado de la salud pública en el país, pero los médicos cubanos salvan vidas. Y en la visita del cronista a la casa de un enfermero cubano muerto de ébola en África uno ve el nivel de vida de su familia: estoy cruzando la calle, entrando a un solar, tocando a la puerta 16ª, pidiendo permiso para pasar, siguiendo de largo por la sala muñecas rotas, altar de santería en las esquinas, los cuartos hediondos, oscuros, la cocina brochazos apurados de un azul turbio, saliendo al patio manguera derramando agua, ropa tendida, tanque herrumbroso y llegando finalmente a la covacha donde dormía Villafranca, separado del resto de su familia; una muy miserienta casucha de madera.

Feliz hallazgo en este inventario de vidas rotas y desesperanza, feliz hallazgo, digo, la visita que le hace Álvarez a Rafael Alcides Pérez, poeta poco conocido, desafortunadamente para los amantes de la buena poesía. Simplificando al máximo, yo diría que Pérez es uno de los grandes poetas vivos de la lengua. Nacido en 1933, participó activa, ferviente, apasionadamente de los primeros años de esa revolución que se escribía con mayúscula. La invasión soviética a Checoslovaquia le quebró la fe en el socialismo marxista vuelto poder. Sus desacuerdos lo marginaron de la vida literaria; fue excluido, ninguneado. En cierto momento, en los ochenta, que rehabilitaron a algunos, lo volvieron a editar, pero duró poco. Vive en un garaje devenido en apartamento (&) No es un campeón del exilio. No es un reivindicado del quinquenio gris. No es un funcionario del sistema. No se volvió cínico, o ríspido, o sarcástico, o cauteloso, o violento, y menos aún se plegó. Por alguna inexplicable razón, le sigue importando menos su suerte personal que la muerte de su país. Álvarez cita al poeta Rafael Alcides Pérez: En Cuba sólo hay dos disidentes: Fidel y Raúl Castro. Los demás estamos de acuerdo en que esto no funciona. Y Álvarez nos recuerda, y yo recomiendo, el material de YouTube producido por el cineasta cubano Miguel Coyula donde habla Rafael Alcides.

Un libro excelente, un formidable conjunto de crónicas. Con todo tino Leila Guerriero dijo de Carlos Manuel Álvarez que esa capacidad de unir mirada, contenido y forma en un solo haz de calidad altísima lo trasforman en uno de los mejores periodistas del continente.

Diccionadario

Son palabras distintas, aluden a grados distintos, cuando no a fenómenos distintos. Pero cada una, por aparte, define a la poesía: éxtasis, ensimismamiento, perplejidad, trance, alucinación, iniciación, conocimiento.

Tomado de Diccionadario (Editorial Pre-Textos):

Penergía: potencia sexual.
Aguacate: degustación de H2O.
Buenandrín: lo contrario de malandrín.
Tejestorio: viejita que cose.
Empapar: convertir en papa.

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