Agosto-2019, segunda quincena

Apuntes, d.j.a.

Los perros ladran (Anagrama), de Truman Capote.- 

Truman Capote (Nueva Orleans, 1924-Los Ángeles, 1984) decía que una cosa es escribir bien y otra cosa es convertir la escritura en un arte. Y lo decía porque estaba consciente de que él era lo segundo, alguien capaz de hacer arte con las palabras, que él tenía el don, el duende.

Cada texto todos los textos que salieron de la mano de Capote logra su cometido: que las palabras cuenten algo cuya intensidad vive el lector por la fuerza sola de las palabras.

Este libro reúne crónicas de su vida en muchas de las partes donde vivió, crónicas lucidísimas, deliciosas, agudas y, por eso, penetrantes. Aparecen acá textos fechados en diferentes años, que cuentan las estadías de Capote en España y en Nueva York, en Ischia y en Fontana Vecchia, en Brooklyn, en Haití, en Hollywood y en Tánger. 

Se destacan por su extensión las dos crónicas del viaje a Rusia de una compañía estadounidense que había recorrido el mundo con un elenco de cantantes negros que tenían un montaje de Porgy and Bess, la ópera de George Gershwin. Esto ocurrió en plena guerra fría, cuando Rusia quedaba detrás de la cortina de hierro. Son dos excelentes textos que ocupan casi la tercera parte de este volumen, poco más de cien páginas.

Con A sangre fría, Capote inventó de nuevo, en formato de novela, de novela extensa, la crónica periodística como obra de arte. El arte de contar la realidad en una versión fiel, si cabe, y con absoluta maestría de contador de cuentos, de retratista con palabras.

Aquí, en Los perros ladran, la materia prima vuelve a ser la realidad, su vida en Puerto Príncipe o en Taormina, sus avatares con un cuervo que le regalan como mascota son apenas ejemplos y todo el relato está lleno de destellos inesperados, de rasgos descriptivos que inventan de nuevo la manera de decir el paisaje y que se roban al lector a su capacidad de goce. El libro termina con una autoentrevista decididamente brillante.

El arte de ver las cosas (Errata Naturae), de John Burroughs.- 

Si uno mira el espléndido libro de Carlos Baker: Emerson entre los excéntricos (todo un panorama sobre la clase pensante de Estados Unidos durante la segunda mitad del siglo XIX), encuentra que en 1863 Emerson conoce a un joven de poco más de veinticinco, John Burroughs (1837-1921). Casi diez años después, en 1872, Emerson está de gira, dictando conferencias y en Baltimore van a oírlo dos viejos conocidos que llegaron juntos, Walt Whitman y John Burroughs, muy amigos entre sí, tanto que después de que ambos murieron se publicó una correspondencia entre ellos que he visto muy citada. De John Burroughs se citan muchas frases sueltas, pues poseía el don del aforismo (la vejez es siempre diez años mayor que yo).

Ahora, por fin, gracias a la excelente editorial que es Errata Naturae, tengo en las manos una muy buena selección de ensayos de Burroughs.

Con respecto a Emerson, Burroughs reconoce que mi deuda con él es enorme y cuenta que para romper el hechizo de su influencia y para adentrarme en un terreno propio (&) me puse a escribir temas relativos a la naturaleza y la experiencia al aire libre. Es entonces cuando descubre el Walden de Thoreau y advierte no ser consciente de tener ninguna gran deuda con él (&) aunque sin duda me ayudó a ratificarme en mi propia dirección. (&) Thoreau tenía una característica que en cierto modo siempre le he envidiado, a saber: su indiferencia hacia los seres humanos. Parece que fue tan insensible hacia las personas como abierto y hospitalario con la naturaleza. Seguramente le complacía más abrir sus puertas a una marmota que a un hombre. Antes ha dicho de Thoreau que su vida entera fue una búsqueda de lo salvaje, no sólo en la naturaleza sino también en la literatura, en la vida, en la ética y que por lo general Thoreau despreciaba al hombre blanco, pero su entusiasmo se prendía ante la mención del indio.

Burroughs creció en el campo y adivino desde muy niño adquirió los dones y las pasiones del observador: si ver las cosas es un arte, se trata del arte de mantener los ojos y los oídos abiertos. El arte de la naturaleza está totalmente enfocado al ocultamiento. Los pájaros, los animales, las criaturas salvajes en su mayoría intentan eludir tu observación. El arte del ave es esconder su nido, el arte de la presa que acechas es hacerse invisible. La flor busca atraer a la abeja (&), pero supongo que se escondería de excursionistas y campistas si pudiera, pues la arrancan de raíz. Capacidad de atención y una mentalidad sensible a lo exterior, ahí está el secreto de ver las cosas.

Trata el asunto en metáfora de libro: el libro de la naturaleza es como una página sobrescrita o impresa con caracteres de distintos tamaños y en muchos idiomas diferentes, intercalados y cruzados, y con una gran variedad de notas al pie y referencias. Hay grabados toscos y grabados finos, hay símbolos crípticos y jeroglíficos. Todos leemos la letra grande con mayor o menor entendimiento, pero sólo los estudiosos y los amantes de la naturaleza leen la letra pequeña y las notas al pie. Es un libro que lee mejor el que va más despacio o incluso el que se eterniza por el camino.

Burroughs alternó o combinó al tiempo dos actividades: enseñanza en un instituto y estudiante de universidad. Después se instaló en una cabaña que hoy es patrimonio histórico. No figura en la lista de los científicos cuya observación es luego sistematizada en tablas y taxonomías. No. Lo que escribió en revistas y libros fueron narraciones del estilo de una, magistral, en la que narra la persecución del canto del ruiseñor que hace él mismo durante una larga temporada de caminante por los campos de Inglaterra y Escocia. 

Ya en Gozar Leyendo hemos tropezado, deleitosamente, con la secta de los caminantes (ver Gozar Leyendo # 94 aquí), más, con la subsecta de los escritores caminantes. Podemos agregar Burroughs, quien dedica un ensayo entero a ponderar la actividad del caminante: todos los ángeles deslumbrantes secundan y acompañan al hombre que va a pie, mientras que todos los espíritus oscuros están constantemente al acecho de una oportunidad para montar. (&) El caminante siempre está contento, alerta, renovado, con el corazón en la mano y la mano tendida a todos. No mira a nadie por encima del hombro; está al mismo nivel. Tiene todos los poros abiertos, la circulación activa, buena digestión. Su corazón no está frío ni sus facultades dormidas. (&) Las corrientes vitales y universales pasan a través de él. Sabe que la tierra está viva, siente el pulso del viento y lee el lenguaje mudo del mundo. (&) No es un mero espectador del panorama de la naturaleza, sino que participa de ella, experimenta el campo por el que pasa lo prueba, lo siente, lo absorbe; el viajero en su elegante carruaje, lo ve nada más.

El resultado de todo esto es una especie de panteísmo, de amor a la naturaleza, de religión natural como él mismo la llama, en la que concibe a la naturaleza como un todo digno heredero de Humboldt y llega a afirmar que hasta que no tratemos al hombre como parte de la naturaleza como un producto de la tierra en un sentido tan literal como lo son los árboles, no podremos conciliar estas contradicciones. Nada de rey de la creación, lo que significa una manera de actuar armónica con ese amor, en una especie de serenidad que brota de su manera de ser parte del mundo y su amo. Esta actitud se identifica con una corriente que ha permanecido en Estados Unidos desde personajes como Emerson, Dickinson, Thoreau, Whitman, y que actúa como un anticuerpo en una sociedad que ejerce sus valores y su poder con valores contrarios a los de estos santos que aparecieron en la Nueva Inglaterra de fines del siglo XIX.

Al respecto, termino con una cita que fija bien su posición: considero esa manía por las riquezas, que posee a casi todas las clases en nuestra época, uno de los espectáculos más lamentables que el mundo haya visto nunca. La antigua plegaria no me des ni pobrezas ni riquezas (Prov 30, 8) es la única sensata. El enorme error que cometemos es suponer que, como un poco de dinero es algo bueno, una cantidad ilimitada es la suma de todo lo bueno, o que nuestra felicidad seguirá el ritmo del incremento de nuestras posesiones. Pero éste no es el caso, porque el número de cosas que podemos hacer nuestras es limitado. No podemos bebernos el océano por mucha sed que tengamos. Un sorbo de agua del arroyo es todo lo que necesitamos.

Diccionadario

¿Ha seguido alguna vez la historia de una palabra a través de las épocas?. (Marcel Schwob).

Tomado de Diccionadario (Editorial Pre-Textos):

Densaje: mensaje demasiado denso.
Pesaliento: cansancio muy pesado.
Papariencia: aspecto de pontífice.
Catuaje: anglicismo; lo correcto es gatuaje (ver).

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