Abril-2019, segunda quincena

Apuntes, d.j.a.

En el silencio de Wade Davis (Pre-Textos).-

En el silencio es un excepcional libro de aventuras relatadas con amenidad, con inteligencia y con humor cuando cabe. Son varias aventuras y en cada una de ellas ocurren muchas cosas. Aventuras que realmente sucedieron y Wade Davis tiene un compromiso notable con la verdad y con las verdades de los protagonistas. La aventura que abre el libro es la guerra, la primera guerra mundial, el dolor y el olor nauseabundo de la guerra, los sacrificios inútiles, la dureza de los soldados y la torpeza y terquedad de los diseñadores de batallas que, desde un escritorio y con mapas de guía turística, planeaban estrategias totalmente imprácticas. Las otras aventuras son los tres intentos ingleses de coronar el Everest, relatos en los que Davis organiza los diferentes testimonios, de modo que la lectura siempre está estimulada por el suspenso. Particular destreza, más sabiduría y conocimiento de la gente, son ostensibles en los perfiles y retratos de los personajes. Son mil páginas que uno no quiere que se acaben.

Wade Davis (West Vancouver, Canadá, 1953) sigue aumentando la cantidad de lectores, gracias al boca a boca entusiasmado con ese libro apasionante que es El río, referido a sus andanzas por el río Amazonas.

Si El río es un relato en primera persona, más precisamente, un testimonio, En el silencio es una crónica histórica centrada en las expediciones inglesas al Everest de 1922, 1923 y 1924 en las que, si hay un protagonista, ése es George Mallory, en un elenco de personajes acerca de quienes Wade Davis posee la maestría, el humor y el tino para caracterizarlos.

Cuando uno lleva 235 páginas de las 1024 del relato (sin contar otro buen relato de cien páginas, al final, que es un bibliografía comentada), uno lleva, digo, 235 páginas y todavía no ha partido ni un solo inglés para el Tíbet.

Esas primeras páginas transcurren en Europa, están relatadas con la perfección de un contador de aventuras y las dedica Davis a la intervención británica en la primera guerra mundial: Inglaterra, mejor, el Reino Unido, entró a esa guerra siendo un gran imperio; con toda la soberbia, la altivez, la prepotencia del imperio. Una prepotencia capaz de suponer que dominan en territorios ajenos a gente que desconocen sintiendo que están civilizando a quienes someten. Tiene cierto humor el grado de ridículo que alcanzan unos señoritos ingleses presumiendo que estaban llevando la civilización a la India. A la India. A Tíbet. Y etcétera. Todo con la impavidez de quien confunde novedades novedades = no-verdades con civilización.

En 1914, entraron a la primera guerra mundial unos ingleses con toda la conciencia y con toda la actitud de ser los dueños de medio mundo. Y cuatro años después, en 1918, siendo parte del bando vencedor, estaban completamente vencidos ante sí mismos. Muerte, destrucción, pobreza y más pobreza. Y con el orgullo herido: mentalidad imperial en medio de la escasez y el quebrantamiento interior. En ese escenario, algunos ven la necesidad de inventar una gran causa que recupere el orgullo británico, que es igual al orgullo de todo el imperio. Se necesita, pues, una proeza, una conquista. Entonces alguien dice que, después de que el hombre pisó el polo norte y pisó el polo sur, sólo le falta pisar el punto más alto de la Tierra, aleluya, conquistar el Everest.

Para mostrar el grado de destrucción de la arrogancia inglesa que, cuando se metió en la guerra, llegó a creer que se trataba de un paseo más bien breve, Wade Davis hace el relato conmovedor de lo que sucedió en Somme: La batalla de Somme se alargaría ciento cuarenta días y se cobraría seiscientos mil muertos y heridos. La línea británica avanzó nueve kilómetros y medio, dejando a los aliados a poco más de seis kilómetros de Bapaume, lugar que Haig había planeado tomar el primer día de campaña. Se dispararon treinta millones de proyectiles, seiscientos mil alemanes murieron o quedaron heridos y, tras cuatro meses, el campo de batalla, apenas unos cincuenta kilómetros cuadrados, quedaría cubierto, capa sobre capa, de tres y cuatro cadáveres unos encima de otros, cuerpos abotargados, huesos que sobresalían del suelo de manera aleatoria, caras ennegrecidas por las nubes de moscardas.

Después de la batalla de Loos, Roland Leighton le escribió en una carta a su novia: casi todos los refugios subterráneos se han venido abajo; las alambradas, una ruina, y entre el caos de hierro retorcido, la madera astillada y la tierra sin forma están los huesos ennegrecidos, sin carne, de hombres sencillos (&). Déjale, a aquél que piensa que la guerra es gloriosa, dorada, a aquél que le gusta llenarse la boca con palabras de exhortación, invocando el honor, las alabanzas, el valor y el amor por la patria (&). Déjale, pero mira la pequeña pila de harapos grises y empapados que cubren a medias un cráneo, una tibia y lo que fueron sus costillas; o mira este esqueleto, que yace a su lado, agazapado como cayó, tan perfecto que no tiene cabeza, con la ropa hecha jirones todavía cubriéndole; déjale, ¡que se dé cuenta de lo grande y glorioso que es haber condensado toda la juventud y alegría de la vida en una pila de putrefacción repugnante! ¿Quién, de los que han visto y han sabido, puede decir que la victoria bien vale la muerte de incluso uno solo de ellos?.

Vistas desde la oficialidad, las expediciones británicas al Everest siempre fueron consideradas misión nacional y fueron encabezadas por militares de las fuerzas del imperio, muchos de ellos, casi todos, veteranos de la Gran Guerra. En las delegaciones de las tres expediciones eran obligatoriamente británicos los jefes, los alpinistas, los médicos, los geógrafos, los topógrafos, los cartógrafos, los fotógrafos, los traductores, en fin, todos los que tuvieran algún protagonismo o mando y fueran por el camino con las manos libres, sin llevar cargas.

La misión de conquistar el Everest se convirtió en asunto político. Una causa nacional de los británicos. Y fue la diplomacia del imperio la que consiguió los permisos de parte de los tibetanos para que los ingleses se metieran en su territorio porque querían pisar el punto más alto del planeta Tierra. Este significado político de un imperio que quiere trasmitir el mensaje de que soy el que más puedo, contrasta con el sentido que tiene para los alpinistas, para los individuos que realmente intentan trepar la montaña; a Mallory le preguntaron por qué quiere alcanzar el Everest y él contestó lo que contestaría un alpinista: porque está ahí. George Mallory, George Finch, Sandy Irvine, los alpinistas, están jugando. Lo hacen porque sí, porque les gusta ese juego difícil que es caminar hacia arriba, remontar paredes, para no hablar de los descensos. Lo hacen porque es difícil, porque es un juego que requiere destreza, entrenamiento, concentración, resistencia física, agilidad, valor, sangre fría. Un juego en que la única competencia que le vale a cada alpinista es consigo mismo.

Sí, claro, están también los datos comparativos que pareciera que transforman ese juego en una competencia; y también es claro que no faltan los alpinistas competitivos, nadie es perfecto. Pero lo esencial para todos los alpinistas es el juego con su propio talento, el gusto de superar este obstáculo o este otro, el frío, la inclinación del piso, el hielo, el viento, las grietas, los desfiladeros, etcétera y etcétera y sigo con los etcéteras.

Me objetarán, con razón, que en este mundo del star system también juega eso de ser el primero que. El complejo de Colón. Cierto. Pero cada intento de cada alpinista tiene ante todo el encanto de un juego que el alpinista juega consigo mismo. El que más alto llegó, por este lado de la montaña, por este otro, con oxígeno, sin oxígeno, o lo que sea. Sin contar que la montaña también cambia, a veces radicalmente. Cambia de consistencia, piso de piedra hoy y de hielo o nieve mañana, piso con una inclinación ayer y esta mañana totalmente distinta. O cambio de clima en cada ocasión, para no hablar de la velocidad y de la dirección de los vientos.

En ese mundo de cada alpinista consigo mismo, no necesariamente la conducta a seguir la dicta el imperativo de coronar la cumbre. En cierto momento de la expedición de 1923, Mallory tiene la meta cerca y posible, pero declina llegar a ella en consideración de otros valores.

Las motivaciones de los alpinistas seguían siendo un misterio para los tibetanos. Ellos hacían ofrendas a las montañas y todos los días, con sus rituales, aplacaban la ira de las deidades. Pero la idea de arriesgar la vida, esa encarnación vital, para arrastrarse por el hielo y las rocas hacia la nada era, para ellos, el epítome de la ignorancia y el delirio. En la llanura tibetana la muerte estaba ya cerca; acechaba a cada campamento nómada, encontraba un lugar en cada aldea. Coquetear de manera deliberada con la aniquilación en los restos congelados de una montaña era inconcebible. En tibetano no existe palabra para decir cima de una montaña; ese mismo lugar que los británicos buscaban con tanta avidez, su meta ulterior ni siquiera existía en el idioma de sus porteadores sherpas.

Por las rutas que recorrieron estas tres expediciones nunca había pasado un europeo. A los tibetanos les parecieron feísimos. Deformemente grandes, para empezar; un libro escrito por un sabio tibetano resumía la visión que tenían las mujeres del hombre occidental: el europeo medio no es atractivo según nuestros ideales. Vuestras narices son demasiado grandes, a veces sobresalen como el pitorro de una tetera; vuestras orejas son demasiado grandes también, como las de los cerdos; vuestros ojos son como canicas de los niños; vuestras cuencas demasiado profundas y las cejas demasiado prominentes, demasiado simiescas.

Pero lo peor, en un país en donde es pecado matar una mosca, en un país en donde los pájaros se alimentan de la mano de los hombres y las manadas de ciervos silvestres olfatean de cerca y con naturalidad a los seres humanos, lo peor, en un país así, digo, es que llegan estos hombres a matar animalitos violando todos los tabúes, irrespetando todo pudor, todo sentido de lo santo.

El abismo era total entre los nativos tibetanos y los exploradores británicos. A los tibetanos les parecía absurdo y nunca se les hubiera ocurrido seguir hacia arriba más y más y conquistar la cima. Para ellos era una montaña sagrada. Si acaso, allá habitaban los yetis que son los fantasmas de los tibetanos: pero las realidades, ah, son paralelas y están interconectadas en la zona más inesperada; y fue a un británico a quien se le apareció un fantasma a más de ocho mil metros de altura. Un libro magnífico.

Diccionadario

«La verdad, en definitiva, no puede y no debe estar en las palabras, sino tras las palabras. Lampedusa.

Tomado de Diccionadario (Editorial Pre-Textos):

Trita: triple treta.
Gotierno: gobierno muy novato e inexperto.
Tribloteca: biblioteca muy grande.
Perrorata: can dado a ladrar demasiado.
Aguauno: mucho más que aguacero.

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«Darío, el correo anterior estaba en blanco, pues me he quedado mudo. Mil gracias por tus palabras. Me ha hecho más ilusión que si hubiera salido en portada de El País. Abrazos, espero verte pronto». Julián Lacalle.

«Como siempre, lo gozo leyéndolo. Pero no resisto la tentación de hacerle la precisión que el sapo no es saurio sino anfibio. Los saurios corresponden a lo que llamamos reptiles. Luego la propuesta de corsaurio podría ser cocodrilo pirata. Un gran abrazo». Alberto Gómez Mejía.

«Qué maravilla, Darío. Gracias. Lo disfruté, lo disfrutaré y lo divulgaré». Yvonne Hatty.

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